La primera etapa
El primer porfiriato comienza en 1877 y concluye en el inicio del tercer periodo presidencial de Porfirio Díaz (1888), o cuando se eliminó toda restricción legal a la reelección indefinida (1890). Se trata de una etapa de construcción, pacificación, unificación, conciliación y negociación, pero también de represión. Al asumir el poder, don Porfirio tuvo que enfrentar diversos retos. Para empezar, faltaba mucho para consolidar el Estado y la nación. La Constitución promulgada en 1857, así como en general el proyecto liberal de Estado y de sociedad, no habían sido cabalmente aplicados. Como se dijo en el capítulo anterior, la carta magna se refería a una sociedad de individuos iguales ante la ley y obligaba a los gobernantes a garantizar sus derechos. Asimismo, para evitar la concentración del poder, lo dividía en ejecutivo (responsable de ejecutar las leyes), legislativo (de elaborarlas) y judicial (de vigilar su aplicación), y encargaba al pueblo la elección de sus miembros (presidente y gobernadores, legisladores, magistrados de la Suprema Corte y de los tribunales superiores de justicia, así como algunos jueces). Por último establecía la separación entre el Estado y las iglesias y, para garantizar la libertad de cultos, ponía en manos del gobierno actividades como la educación y la beneficencia. Sin embargo la aplicación de la constitución se había visto obstaculizada por la guerra entre los defensores del documento y sus detractores. Estas trabas no se eliminaron con la victoria republicana de 1867, pues subsistían diferentes proyectos de nación. Además, éste no era el único obstáculo. Existía un problema de gobernabilidad; por ejemplo, en la constitución el equilibrio de fuerzas no favorecía al ejecutivo, con lo cual era difícil que el presidente controlara la oposición de las corporaciones o que sometiera a los poderes regionales; por ello Juárez y Lerdo concentraron un poder mayor que el instituido por la ley. Además, para algunos la carta magna distaba mucho de la realidad del momento. Éste fue un argumento recurrente durante el porfiriato. Diversos intelectuales sostuvieron, entre otras cosas, que la constitución se refería a una sociedad integrada por individuos, mientras que la sociedad mexicana era heterogénea y sus miembros se seguían sintiendo parte de alguno de los cuerpos y actuando por medio de ellos; por tanto, consideraban que su aplicación debía postergarse. En suma, faltaba mucho para la consolidación no sólo de las instituciones y de las prácticas determinadas por la constitución, sino también de un sistema político que mostrara su eficiencia. Además, si bien Juárez, Lerdo y Díaz habían gozado de gran popularidad en ciertas regiones, era necesario preservar la legitimidad y el consenso, y extenderlo a toda la nación; sobre todo, se requería cohesionar las fuerzas políticas y regionales, terminando con los riesgos de levantamiento o de fragmentación territorial. Por otro lado, tampoco existía plena coherencia o identidad nacional. Algunas poblaciones permanecían aisladas y no se sentían parte de una unidad que los rebasaba y cuyos gobernantes, que tenían una cultura diferente, eran ajenos a sus problemas. Para colmo, las fronteras eran permeables y subsistía la amenaza de intervenciones extranjeras. Los retos de Porfirio Díaz eran, entonces, unificar y cohesionar las fuerzas políticas y regionales, otorgar legitimidad y legalidad al régimen, respetando o aparentando respetar la constitución, y lograr el reconocimiento internacional. Para lo primero adoptó una política similar a la que habían observado Juárez y Lerdo, y no siempre cumplió con su compromiso hacia los grupos regionales y las colectividades campesinas. Fundamentalmente tomó dos caminos. En primer lugar, el de la conciliación o la negociación. Conservó la lealtad de los grupos que lo apoyaron y atrajo a los viejos opositores. Así, incorporó al ejército a los soldados que habían defendido el Plan de Tuxtepec, pero también a los que habían sido desplazados por Juárez o por Lerdo, e incluso a los lerdistas e iglesistas. Se casó con Carmen, hija del ex lerdista Manuel Romero Rubio, y al hacerlo selló su compromiso con dicha facción. Incluyó en sus gabinetes a liberales de trayectoria militar, excluidos durante la República Restaurada, pero también a liberales de trayectoria política o intelectual, sin importar su filiación. Por ejemplo, para 1884 sólo un ministro de Estado puede ser calificado como porfirista; en cambio, había dos juaristas, dos lerdistas y un imperialista. Así, además de unificar las facciones liberales, Díaz atrajo a algunos imperialistas y, sobre todo, a la Iglesia católica. Para ese entonces la institución eclesiástica estaba muy debilitada. Se le prohibía tener bienes y se habían limitado sus ingresos, por lo que dependía económicamente del Estado. Además, había perdido parte de sus miembros, pues sólo se permitía la existencia del clero secular. Y también había perdido espacios de participación social, pues se prohibía que el culto se celebrara fuera de los templos y que los religiosos atendieran centros educativos, de beneficencia y hospitalarios. Esta situación cambió bajo el gobierno porfirista. Díaz no derogó las leyes antieclesiásticas, pero tampoco las aplicó todas. Admitió que la Iglesia recuperara propiedades, que se reinstalara el clero regular (frailes y monjas) y que se fundaran congregaciones de vida activa, consagradas a la educación y a la atención de enfermos y menesterosos. Asimismo, las esposas de los funcionarios, entre ellas Carmen Romero Rubio, asistían a actos religiosos, y las festividades se celebraban públicamente y en ocasiones con gran pompa, como la coronación de la virgen de Guadalupe en 1892. A cambio, la jerarquía eclesiástica actuó en favor del caudillo, desconoció los levantamientos populares hechos en nombre de la religión y participó en la evangelización de yaquis y mayos. Por otro lado, al reintegrarse a la labor benéfica y educativa, cubrió espacios que el gobierno difícilmente podía llenar con recursos propios. La relación de Díaz con las colectividades campesinas, así como con caciques o líderes regionales, fue más compleja y variable. En algunas regiones el presidente observó su acuerdo con los pueblos, respetó su autonomía política y frenó la desamortización. En otras localidades no detuvo la fragmentación de las propiedades corporativas ni tampoco la colonización, que pretendía incorporar a la producción y al mercado parcelas no cultivadas, otorgando una tercera parte a las compañías deslindadoras que las denunciaban. El problema es que estas compañías arremetieron contra terrenos que sí eran trabajados pero cuyos dueños carecían de título de propiedad, entre ellos algunos pueblos, que así perdieron sus tierras. También variable era el vínculo de don Porfirio con los gobernadores y caudillos. En forma general, el presidente buscó colocar a la cabeza de los estados hombres que le fueran leales y que contaran con el consenso de los otros grupos de la zona. Si sus partidarios –muchas veces caciques– cumplían con ambas condiciones, los separaba del poder militar pero los ayudaba a ocupar la gubernatura o a mantenerse en ella; si no cumplían con los requisitos, los alejaba de la esfera política, pero les brindaba medios para enriquecerse. Así se ganó a los líderes locales o los debilitó, y logró que las gubernaturas fueran ocupadas por hombres que le eran fieles, a quienes dejaba cierta libertad, pues no intervenía en su gestión si garantizaban la paz de la región. Porfirio Díaz también concilió con el extranjero y alcanzó la tercera de sus metas: obtener el reconocimiento internacional. Logró restablecer las relaciones diplomáticas con Francia, Inglaterra, Alemania y Bélgica, que se habían roto tras la moratoria decretada por Juárez. Asimismo se granjeó el favor de Estados Unidos. Las relaciones con el vecino del norte implicaban problemas de diversa índole: la deuda exterior mexicana; el paso de tribus indígenas y ladrones de ganado a territorio mexicano y el de las tropas que los perseguían; la existencia de una zona libre de impuestos que México había abierto en su frontera con el fin de atraer colonos y el contrabando que ello generaba, y la migración de trabajadores mexicanos a territorio norteamericano. A pesar de ello y gracias, entre otras cosas, al pago de la deuda y de compensaciones, y a las facilidades brindadas a los inversionistas, en 1878 Estados Unidos reconoció al gobierno de Díaz. Sin embargo el presidente de México defendió con firmeza la soberanía nacional. Ahora bien, cuando no pudo recurrir a la conciliación o la negociación, Porfirio Díaz optó por un segundo camino: la fuerza y la represión. Para ello utilizó al ejército, a la policía y a la policía rural. Por ejemplo, en 1879 el gobernador de Veracruz ordenó fusilar a nueve rebeldes lerdistas, quizá porque exageró la orden del presidente, quien le pidió que castigara a los cabe cillas de la sublevación que a la vez fueran oficiales de la armada, aunque hay quienes dicen que existió otro telegrama con una somera instrucción: “Mátelos en caliente”. También fueron ahogadas en sangre las rebeliones agrarias de Sonora y Yucatán, que se tratarán más adelante. Además, asaltantes de caminos y bandoleros, entre ellos Jesús Arriaga, Chucho el Roto, y Heraclio Bernal, El Rayo de Sinaloa, fueron capturados o asesinados aplicándoles la “ley fuga”. Pasemos ahora al problema de la legalidad del régimen, es decir, su distancia o cercanía respecto a las normas constitucionales. Al igual que intervenía en el nombramiento de gobernadores, don Porfirio manipulaba las elecciones de diputados, senadores y magistrados federales. Estas elecciones eran indirectas; esto significa que los varones nacidos en México (pues las mujeres no podían votar), hijos de mexicanos o extranjeros naturalizados, mayores de dieciocho años si eran casados y de veintiuno si no lo eran, y con un “modo honesto de vivir”, votaban para elegir a los electores, quienes a su vez votaban para elegir a los representantes. Sin embargo las votaciones federales solían ser una farsa: el día de la elección las urnas estaban desiertas y las papeletas no eran llenadas por los votantes. A pesar de ello nunca dejaron de practicarse; cada vez se publicaban listas de candidatos, se montaban casillas, se imprimían y se contaban los votos. Se trataba de rituales que pretendían mostrar la eficacia del sistema político y legitimaban el régimen. Y lo mismo sucedía en algunas elecciones estatales, que en ciertos casos también eran indirectas. Así, si en el plano electoral las leyes no siempre se cumplían, existía un interés por brindar una apariencia de legalidad o de respetar, al menos, las formas. Y lo mismo sucedía en otros campos. Otro caso es el de las leyes de carácter anticlerical, ya que no siempre se aplicaron. Con todo, a pesar de la insistencia de la jerarquía eclesiástica no se derogaron, y constituían para la Iglesia católica una amenaza constante. Por ejemplo, se permitió la reinstalación del clero regular, pero de cuando en cuando las autoridades clausuraban algún convento “clandestino”. En suma, el régimen osciló entre la legalidad y la apariencia de legalidad. Por otra parte, además de los cambios legislativos y del uso de la fuerza, en esta primera etapa, gracias a la negociación y a la conciliación, Porfirio Díaz obtuvo el reconocimiento internacional y avanzó en la cohesión nacional, al vincularse con individuos de diversos partidos, regiones y sectores sociales. Dado que en la forma predominante de hacer política los individuos representaban a colectividades (su familia, su pueblo, su hacienda, sus compañeros de oficio), al atraer personas el presidente atrajo grupos. Aprovechó los vínculos de sus partidarios y logró colocarse en la cúspide de una pirámide de lealtades. Por tanto, en lugar de que los grupos de influencia pudieran convertirse en núcleos de desintegración, unió las cadenas de fidelidades para fincar su edificio político.