También fuera del área maya las ciudades florecientes del Epiclásico detienen su desarrollo y quedan parcial o totalmente despobladas hacia el año 900 d.C.: Tajín, Xochicalco, Cacaxtla. La propia Teotihuacán, que había sobrevivido durante más de dos siglos convertida en un centro regional, quedó desierta. Comienza entonces el periodo que conocemos como Posclásico, y que durará hasta la conquista española. Otro fenómeno que marca el inicio del Posclásico es el abandono de muchos de los asentamientos mesoamericanos septentrionales y el consecuente flujo migratorio de sus habitantes hacia el sur. Muchos pueblos que habían vivido durante siglos en el Bajío, en los Altos de Jalisco y en la Sierra Madre Occidental, transitaron hacia los valles de Puebla-Tlaxcala, México y Toluca, y hacia la meseta tarasca. La mayoría de ellos eran nahuas, pero al parecer hubo también algunos pames y quizá algunos purépechas; en las fuentes coloniales se alude a todos ellos con la denominación de chichimecas. Esta gente estaba acostumbrada a vivir en la frontera de la civilización, en zonas ásperas recorridas por bandas de cazadores-recolectores. Como jefaturas militares, eran grupos belicosos que conferían a los guerreros el más alto estatus social.
La situación de conflicto permanente que caracterizó a la etapa posteotihuacana y la beligerancia de los advenedizos norteños se sumaron para situar la guerra en el centro de la vida pública de las ciudades del Posclásico. Los guerreros aparecen investidos de atributos religiosos; las batallas se emprenden en nombre de los dioses, y los sacrificios humanos que se practican después de la contienda se conciben como necesarios para el funcionamiento del orden cósmico. La imagen y los valores del guerrero llegaron a tener un reconocimiento social sin precedentes. Las órdenes militares de elite, especialmente las de águilas y jaguares, se convirtieron en el principal apoyo de los soberanos. El tema de la oposición del águila y el jaguar, representado como lucha, cópula o yuxtaposición, fue muy común en la iconografía del Posclásico: era la metáfora predilecta de una sociedad en guerra.
Pero no todos los conflictos se resolvían con las armas, ni las sociedades podrían haber sobrevivido dedicadas permanentemente a la guerra. Los reinos del Posclásico buscaron estabilizar y administrar la situación de conflicto por medio de alianzas y acuerdos diplomáticos. Las alianzas solían ser triples, aunque también las hubo cuádruples. Mediante ellas se pretendía organizar el dominio político de las regiones, reconociendo a cada uno de los reinos aliados su influencia sobre una zona y una población específicas, y repartiendo los beneficios de la tributación total. Entre otras célebres alianzas del Posclásico conocemos la de Chichén Itzá, Uxmal y Mayapán, en la península de Yucatán; la de Ihuatzio, Pátzcuaro y Tzintzuntzan, en Michoacán, y la de Tenochtitlan, Tetzcoco y Tlacopan, en el valle de México. Además de estas alianzas entre “amigos” había también acuerdos temporales que permitían cierta relación diplomática entre reinos enemigos. A este respecto es particularmente elocuente la presencia de algunos señores de Michoacán en fiestas de coronación mexicas; después de participar en banquetes y diversiones durante varios días, los dignatarios tarascos regresaban a su tierra y continuaban su abierta enemistad hacia México-Tenochtitlan y sus aliados.
La ciudad más importante del Posclásico temprano (900 a 1200 d.C.) fue Tula, en el actual estado de Hidalgo. Allí se mezclaron la audacia guerrera de los chichimecas con la tradición de algunos nahuas meridionales herederos de Teotihuacán. En Tula los guerreros son los protagonistas de la escena: ocupan la cúspide del edificio más importante de la ciudad, cuya base está decorada con una marcha de coyotes, jaguares y águilas que aprisionan corazones sangrantes con el pico. Las canchas del juego de pelota son muy importantes en el sitio, y deben haber sido escenarios de un rito guerrero cuya culminación era la decapitación de los prisioneros de guerra. Tula es la primera ciudad mesoamericana en la que se utiliza el macabro tzompantli, una especie de ábaco gigantesco en el que cada travesaño era un sartal de cabezas humanas: una de las contribuciones de los pueblos chichimecas a los últimos siglos de la historia mesoamericana. También se utilizaron por primera vez en Tula el pórtico monumental, formado por varias columnatas paralelas, y el altar antropomorfo que conocemos como chac-mool. Ambos recursos tienen sus antecedentes en asentamientos serranos del Occidente.
El éxito de Tula fue más modesto que el de Teotihuacán, pero su peso político y militar fue suficiente para impulsar rutas de intercambio de larga distancia, que llegaron hasta Centroamérica por el sur, y al menos hasta Sinaloa por el norte. Algunos artefactos de procedencia mesoamericana encontrados en asentamientos de los oasis agrícolas de Nuevo México, como Pueblo Bonito, en el Cañón del Chaco, parecen ser de la época tolteca, si bien no puede determinarse con certeza si llegaron allí en virtud del impulso comercial de Tula o como consecuencia del funcionamiento de una red regional. Sabemos que las aldeas agrícolas de los ríos sonorenses comerciaban con pueblos de la Sierra Madre, y hay indicios de contactos entre las poblaciones serranas de Chihuahua y Durango y agricultores de Arizona y Nuevo México. El asentamiento agrícola más complejo en el extremo norte del territorio que hoy ocupa México fue Paquimé (también llamado Casas Grandes), en Chihuahua, donde se construyó un gigantesco multifamiliar de adobe, de cuatro pisos de altura, provisto de calefacción y drenaje, y rodeado de plataformas y plazas ceremoniales. Es muy probable que Paquimé haya sido una escala importante en el camino de los grupos que llevaban productos mesoamericanos al norte. No es imposible que mercaderes procedentes de Tula hayan llegado por lo menos hasta Paquimé, atraídos por la turquesa de los yacimientos de Nuevo México que circulaba en aquella región.
Como en su tiempo ocurrió con los teotihuacanos, los toltecas tuvieron una presencia importante en la región maya, aunque en este caso es mucho más difícil precisar el modo en que se produjo esa relación. La ciudad de Chichén Itzá, en la península de Yucatán, fue prácticamente refundada hacia el año 900 d.C. a un lado de la antigua ciudad del Clásico. En la nueva Chichén se recrearon algunas de las principales imágenes y estructuras de Tula: el pórtico de columnatas con planta en L; el templo de los Guerreros, en cuya cúspide dos serpientes emplumadas, erguidas, sirven de columnas para dar ingreso a un recinto techado; los pilares con guerreros labrados en sus caras; el chac-mool; los frisos de águilas y jaguares, e incluso un tzompantli escultórico que reproduce el sartal de cráneos tolteca. Acaso los refundadores de Chichén no hayan sido toltecas emigrados sino fuertes grupos de mercaderes de filiación maya –a quienes suele denominarse putunes–, acostumbrados a visitar las ciudades nahuas y familiarizados con ellas. Lo que de plano debemos descartar es que la arquitectura de la nueva ciudad haya sido diseñada por alguien que no conociera Tula. Chichén Itzá fue la ciudad más poderosa de la península hasta 1300, si bien ejerció ese poder en alianza con Uxmal y Mayapán. Esta última ciudad rompió la alianza y controló la región, al parecer en forma tiránica, hasta 1450. Pero el prestigio de Chichén Itzá y el de su elite reformadora, identificada con Kukulcán (nombre yucateco para Quetzalcóatl), persistiría hasta la conquista española.
Más allá de los vestigios materiales, Tula dejó una estela de gloria entre los pueblos mesoamericanos; su fama excedió el ámbito nahua y siempre estuvo ligada al poder político y a la idea de civilización. Otro tanto sucedió con Quetzalcóatl, el legendario señor de los toltecas. Se decía, por ejemplo, que el primer rey de los mayas quichés de Guatemala había sido confirmado en su cargo por Quetzalcóatl, a quien los quichés llamaban Kucumatz. También los mixtecos atribuían a Quetzalcóatl la fundación de las dinastías que gobernaban en el Posclásico. Tanto los mayas como los mixtecos hacen referencia a Tula en sus relatos; los mayas afirman que los antepasados de sus señores venían de aquella ciudad, y los mixtecos dicen que el gran rey conquistador Ocho Venado, El Jaguar, había viajado a Tula para ser confirmado en su cargo. Por su parte, la mayoría de los pueblos nahuas del siglo XVI se refiere a Tula como lugar de origen de sus linajes gobernantes: lo mismo chalcas, que tetzcocanos, cholultecas, cuauhtinchantlacas, por supuesto mexicas, y otros más.
La profunda huella de Tula y Quetzalcóatl en la ideología de los pueblos de Mesoamérica no se explica exclusivamente por la actuación de los toltecas de la Tula de Hidalgo, sus empresas mercantiles y su fuerza militar. Hay algo más. La palabra Tula (Tollan en su pronunciación náhuatl correcta) significa etimológicamente “juncal”, lugar donde abundan los juncos o tollin. La metáfora del juncal remite a la gran aglomeración de gente característica de una urbe. En el conjunto de las fuentes de tradición indígena de la época colonial, la palabra se utilizó para hacer referencia a una ciudad maravillosa, mitológica, habitada por dioses como Quetzalcóatl y Tezcatlipoca, y también se empleó como un sobrenombre para aludir a una serie de ciudades reales o históricas, como Cholula, Culhuacan, Tenochtitlan y la propia Tula de Hidalgo.
Lo que es común a todas las Tulas es su prosperidad, su dimensión urbana, su alto grado de civilización y la sabiduría y religiosidad de sus gobernantes. Tula era la ciudad por excelencia, la ciudad maravillosa, y también era cada uno de sus reflejos terrenales. Es muy probable que el prototipo de todas las Tulas haya sido la más grande, poderosa y próspera ciudad del México Antiguo, es decir, Teotihuacán. Allí se inició la tradición urbana nahua y también el culto a Quetzalcóatl. En la Tula de Hidalgo se fortaleció el antiguo mito, y al parecer se originaron algunas ideas nuevas relacionadas con el ejercicio del poder: el gobernante de esta Tula llevaba el nombre del dios Quetzalcóatl y tenía la prerrogativa de confirmar en su cargo a los soberanos de otras ciudades, lo cual hacía perforándoles el septum nasal con una garra de águila y otra de jaguar.
La familiaridad de mayas y mixtecos con el concepto de Tula y con el dios Quetzalcóatl refleja el impacto de la tradición nahua en el sur. Este impacto había comenzado en la época teotihuacana pero parece haber tenido mayores consecuencias políticas y religiosas en la etapa tolteca. Ahora bien, el Kukulcán de los mayas podría ser el señor de Chichén Itzá, así como la Tula a la que se refieren los mixtecos en sus fuentes bien podría ser Cholula (Tollan Cholollan); esta última había conservado la tradición teotihuacana durante varios siglos, mantenía fuertes vínculos con Oaxaca y en el Posclásico tenía la reputación de ser el principal santuario del dios Quetzalcóatl. Lo cierto es que hubo varias Tulas y varios Quetzalcóatl, y que diferentes reinos mesoamericanos, al menos en el Posclásico, se adhirieron a esa leyenda y a esos símbolos como parte de una estrategia para legitimar su posición de poder, para reconocer a una cabecera y rendir homenaje a un tronco de nobleza.
Si los mexicas identifican a la Tula de Hidalgo como la ciudad sagrada de Quetzalcóatl, y le atribuyen mayor importancia histórica que a Cholula o a Teotihuacán es porque esa era “su Tula”, su metrópoli. Los mexicas habían formado parte de las provincias septentrionales del reino tolteca, quizá en la zona de Querétaro, y habían descendido hacia el valle de México cuando su metrópoli entró en crisis y se abandonó, algo antes del año 1200 d.C. Aun en sus días de esplendor, los mexicas merodeaban por la antigua ciudad de los atlantes y los chac-mooles, escarbaban en busca de piezas que reciclaban como ofrendas en Tenochtitlan, y se inspiraban en algunos diseños de la abandonada ciudad para crear sus propias obras artísticas. Los mexicas se consideraban herederos directos de esa Tula, y a Teotihuacán la ubicaban en el tiempo más remoto, en el tiempo de la creación del mundo.
La caída de Tula, al parecer en medio de graves conflictos, hacia el año 1200 d.C., marca el inicio del Posclásico tardío, etapa que concluye con la conquista española.
Pablo Escalante Gonzalbo
Historia mínima de México,
pp. 81-92